El mediodía se derramaba como plomo derretido sobre la colina. El mundo parecía contener el aliento mientras el silencio se enredaba entre los olivos. Sobre el madero un cuervo negro atraído por la carne desgarrada, la frente coronada de espinas y los labios secos de plegaria.
El cuervo conocía bien ese brillo: el último fulgor de la vida, esa chispa que se apaga lentamente, como una luciérnaga atrapada en un puño. No era hambre lo que lo movía, sino una oscura fascinación. Quería picar los ojos de aquel crucificado, arrancar con su pico el misterio de su mirada.
El cuervo dio un graznido, observó. El hombre no se movía, pero aún respiraba. Los ojos, abiertos, se clavaron en el cuervo como dos lunas muertas. No había súplica. Tampoco odio. Solo una paz inquietante, como si aquel hombre ya estuviera en otro lugar.
Cuando el cuervo alzó el pico para cumplir su instinto, algo lo detuvo. No una fuerza, ni una voz. Algo más antiguo, retrocedió, graznó una vez más... había visto muchas muertes, muchos ojos apagarse, pero jamás unos que lo miraran así…
El cuervo era solo un cuervo y desgarró la carne del hombre que ya en ese momento había alcanzado un estado más allá del dolor y la muerte. La vida continúa, encontrando la oportunidad de renacer en medio de la dureza del mundo. Había visto muchas muertes, pero la mirada de aquel moribundo estaba envuelta en silencio y fragilidad. Volvió a picotearle. Dio nuevos graznidos nerviosos. El hombre parecía haber muerto hacia rato, y con él la condición humana en toda su complejidad, con sus luchas, esperanzas y momentos de luz .
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