Soy una de esas personas que crecieron con un perro en casa. Ella estuvo toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia conmigo.
Recuerdo el día que su corazón dejó de latir y mi padre la tumbó en el suelo del salón, recuerdo como me senté a su lado y acaricie por última vez su lomo y sus orejas. Sabía que nunca más me reiria con ella, nunca más, sabía que sería mucho tiempo, tener que imaginar mi vida sin ella era un ejercicio imposible de realizar en ese momento pero con los años descubrí que nunca se olvida, que permanece en ti porque fue como una hermana, una amiga incondicional durante muchos años.
Mi madre nos reñia por llorar por ella. "No se puede llorar por un perro que puedes enojar a Dios '. Pero yo no podía de dejar de llorar su ausencia.
Mi padre la enterró en un campo cercano, bajo el árbol más grande de los alrededores.
Los días fueron pasado y algo extraordinario pasó a pocos días de su muerte... la escuchaba, escuchaba sus patas deambular por la casa. Durante un segundo creia que seguía en casa y que no había muerto, sin embargo aquella sensación duró mucho, mucho... y sólo el paso de los años diluyó aquella sensación de escuchar sus pasos en casa, aquello se convirtió en algo tan cotidiano que apenas le prestabas atención. La recordabas y durante un segundo creias escucharla. Eso era lo que pensabas, lo que la lógica te decía.
Los años han pasado y mi lassie tiene compañía bajo el mismo árbol ... Rino Pino (el hámster), Sonic (el erizo), y Alejandro (el gato).
Los años han pasado, más de veinte, y aún recuerdo con una mezcla de inquietud y ternura como la eché tanto de menos que incluso la llegué a escuchar cuando su alma perruna ya estaba en las estrellas. Aunque quizás sea más común de lo que imagino y son ese tipo de cosas que casi todos sentimos y nadie cuenta para evitar tener que enfrentarnos a esa sonrisa incrédula, esa sonrisa de los seres inteligentes y plagmáticos.
La vida de los soñadores y espirituales es complicada... ¿No creéis?.